Casas Viejas, 80 años.
Cuando llegó la República, el 14 de abril de 1931, la CNT apenas
tenía veinte años de historia. Era el único sindicalismo revolucionario y
anarquista, de acción directa, independiente de los partidos políticos,
que quedaba ya en Europa.
La República llegó a España en medio de una crisis económica
internacional sin precedentes y aunque los factores económicos, como han
mostrado los especialistas, no determinaron su trágico final, sí que
complicaron el gobierno y la puesta en marcha de las reformas.
Las movilizaciones anarquistas, y los conflictos en el campo y
en las ciudades, ofrecieron muy pronto la oportunidad de comprobar que las
fuerzas del orden, en especial la Guardia Civil, actuaban con la misma
brutalidad que con la Monarquía.
Lo que sucedió en enero de 1933 tuvo consecuencias políticas de
largo alcance. El día 8 de ese mes, el Comité Regional de Defensa de Cataluña
provocó una insurrección que se extendió, con poco éxito, por algunos pueblos
del País Valenciano y Aragón. Cuando ya estaba sofocada, comenzaron a
llegar las noticias de disturbios en la provincia de Cádiz. El 10 de enero, el
capitán Manuel Rojas recibió la orden de trasladarse desde Madrid a Jerez con
su compañía de asalto para poner fin a la rebeldía anarquista. Pasaron la noche
en el tren. Cuando llegaron a Jerez, la línea telefónica había sido cortada en
Casas Viejas, una población de apenas dos mil habitantes a diecinueve
kilómetros de Medina Sidonia. Grupos de campesinos afiliados a la CNT tomaron
posiciones en el pueblo la madrugada del 11 de enero, siguiendo las
instrucciones de los preparativos que se habían hecho por anarquistas de la
comarca de Jerez, y cercaron con algunas pistolas y escopetas el cuartel de la
guardia civil. Tres guardias y un sargento estaban dentro. Tras un intercambio
de disparos, el sargento y otro guardia resultaron gravemente heridos. El
primero murió al día siguiente; el segundo, unos días después.
A las dos de la tarde de ese 11 de enero, doce guardias al mando
del sargento Anarte llegaron a Casas Viejas. Liberaron a los dos compañeros que
quedaban en el cuartel y ocuparon el pueblo. Muchos campesinos, temerosos de
las represalias, huyeron. El resto se había encerrado en sus casas. Unas horas
después, cuatro guardias civiles más y doce de asalto, mandados por el teniente
Fernández Artal, se unieron a los que ya habían controlado la situación. Con la
ayuda de los dos guardias que conocían a los vecinos del pueblo, el teniente
comenzó la búsqueda de los rebeldes. Cogieron a dos y los golpearon hasta que
señalaron a la familia de Francisco Cruz Gutiérrez,Seisdedos, un carbonero de setenta y dos
años que acudía de vez en cuando al sindicato de la CNT pero que no había
participado en la insurrección. Sí que lo habían hecho dos de sus hijos y su
yerno que se refugiaron, tras el cerco del cuartel, en su casa, una choza de
barro y piedra muy delgada.
El teniente ordenó que forzaran la puerta de la choza.
Respondieron con disparos desde dentro y un guardia de asalto cayó muerto. A
las diez de la noche llegaron refuerzos con granadas, rifles y una
ametralladora. Empezaron el asalto con poco éxito. Unas horas después, se les
unió el capitán Rojas, con cuarenta guardias de asalto, a quien Arturo
Menéndez, director general de Seguridad, había ordenado se trasladara desde
Jerez a Casas Viejas para acabar con la insurrección y "abrir fuego sin
piedad contra todos los que dispararan contra las tropas".
Rojas mandó incendiar la choza. En ese momento, algunos de sus
ocupantes ya estaban muertos por las balas de los rifles y las ametralladoras.
Dos fueron acribillados cuando salían huyendo del fuego. María Silva Cruz, La
Libertaria, nieta de Seisdedos, salvó la vida
al llevar un niño en brazos. Ocho muertos fue el saldo; seis de ellos
quedaron calcinados dentro de la choza, entre quienes se encontraban Seisdedos,
dos de sus hijos, su yerno y su nuera. Amanecía un nuevo día, 12 de enero de
1933.
Rojas envió un telegrama al director general de Seguridad:
"Dos muertos. El resto de los revolucionarios atrapados en las
llamas". Le informaba también que continuaría con la búsqueda de los
dirigentes del movimiento. Envió a tres patrullas a registrar las casas,
acompañados por los dos guardias del cuartel de Casas Viejas. Nada más empezar,
mataron a un viejo de setenta y cinco años que gritaba "¡No disparéis! ¡Yo
no soy anarquista!". Apresaron a otros doce, de los cuales sólo uno había
tomado parte en el levantamiento. Esposados, los arrastraron hasta la choza de Seisdedos.
El capitán Rojas, que había estado bebiendo coñac en la taberna, empezó el
tiroteo, seguido por otros guardias. Asesinaron a los doce. Poco después,
abandonaron el pueblo. La masacre había concluido. Diecinueve hombre, dos
mujeres y un niño murieron. Tres guardias corrieron la misma suerte. La verdad
de los hechos tardó en conocerse, porque las primeras versiones situaban a
todos los campesinos muertos en el asalto a la choza de Seisdedos,
pero la Segunda República ya tenía su tragedia.
Pese a que algunos periódicos como ABC
aplaudieron inicialmente el castigo dado a los revolucionarios, la
animadversión desde las fuerzas de la derecha al Gobierno creció a palmos a
partir de ese momento. La CNT, que lo único que sacó de aquellos hechos fueron
más mártires para la causa, quedó muy dividida y debilitada, pero el gobierno
republicano-socialista acabó desprestigiado y herido de muerte.
En enero de 1933, el periodista y novelista
Ramón J. Sender (1901-1982) viaja en avión desde Madrid para reconstruir, como
enviado especial del periódico La Libertad, la matanza de campesinos que ha ocurrido una
semana antes en la aldea gaditana de Casas Viejas o Benalup de Sidonia, que
entonces pertenecía al municipio de Medina Sidonia.
Sender, que viaja
a Casas Viejas con el también periodista Eduardo de Guzmán, del periódico La Tierra, llega a una aldea en estado de shock en la
que aún están frescas las cenizas de la choza quemada de Francisco Cruz
Gutiérrez, Seisdedos.
El enviado especial
de La Libertad habla
con los familiares de las víctimas, con las autoridades, con los
investigadores, con miembros de las familias propietarias del pueblo que ven
ahora a salvo sus fincas y privilegios y se muestran recelosos y hostiles hacia
los dos periodistas intrusos de
izquierdas; recorre y describe las calles pobres de Casas Viejas, las chozas
entre chumberas de sus jornaleros sin trabajo, los hierros retorcidos de la
cama de Seisdedos como metáfora del sueño derretido en pesadilla;
indaga en las raíces de la sublevación popular, las condiciones de vida
miserables de estos parados sin tierra, y con todo ello escribe y publica por
entregas en su periódico a partir del 19 de enero de 1933 (una semana después
de la matanza) una serie formada por diez reportajes con 49 episodios. Un
material extraordinario que poco después reelaborará (ampliando, recortando,
corrigiendo los textos a la luz del avance de la investigación judicial y
parlamentaria) para publicarlo en forma de libro. Primero en el volumen Casas Viejas, todavía en 1933, y un año después en una nueva
versión, Viaje a la aldea del crimen (Documental de
Casas Viejas).
Desde la choza
como epicentro del relato, Sender cuenta (con su estilo ágil, seco y tan crudo
como la realidad que describe) que “al olor de maderas quemadas sucedió el de
la carne” y que los jornaleros asesinados tenían los “rostros afilados por el
hambre y por la muerte”, y funde su visión analítica y precisa con la
emocionante frescura del habla popular de esas madres andaluzas que lloran a
sus hijos muertos.
Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas)
Ramón J. Sender
Estos sucesos ocurrieron en la aldea de
Casas Viejas, Municipio de Medina Sidonia, provincia de Cádiz, en los días 10,
11 y 12 de enero de 1933, siendo jefe del Gobierno Manuel Azaña, ministro de
Gobernación Casares Quiroga y director de Orden Público [Arturo] Menéndez.
[...]
Se
aproximaba el amanecer, y para entonces debía estar todo resuelto. Dentro de
la choza seguían disparando. Se oían alaridos y gemidos de mujer. Debían estar
heridos todos. Los guardias lanzaban granadas y la ametralladora habla
callado y esperaba que intentaran salir los revolucionarios por el boquete
abierto, para dispararles a campo libre. De las cercas más próximas a la choza
—unos nueve metros— lanzaron dos paquetes de algodón impregnados en gasolina.
Luego, algunas tablas y trozos de ramas envueltas en algodón también
impregnado. Quedaron interceptadas entre la techumbre y bastaron dos granadas
para que la gasolina se inflamara. Entonces cesó el fuego. La choza ardía, se
veía perfectamente el borrico muerto en la cerca de al lado, el cadáver del
guardia asomado fuera. Fusiles, ametralladoras y bombas callaban,
esperando.
Francisco Lago y su hija intentan huir. —Los otros siguen disparando. —Por fin...
El
fuego daba un rumor creciente entre pequeños estallidos. Iluminada por las
llamas, la humareda era gris al principio. Luego, sobre el cielo, que comenzaba
a clarear, era negra y se disgregaba hacia el interior. Soplaba, como siempre,
a esa hora, un poco de viento del mar. Dentro de la choza los disparos eran muy
espaciados. Voces, ayes, insultos y esas frases en las que Seisdedos no tuvo parte, sin duda, pero que,
habiendo mujeres de dieciocho años y estando allí padres, hijos, hermanos,
debieron ser inevitables. Doscientos hombres asistían a aquel espectáculo en
silencio, aguardando para impedir que se salvara nadie. La muchacha, que
volvió a la choza con la escopeta para su padre, Francisca Lago, asomó un
instante entre las llamas. Subió al boquete gateando. Salió cara a los
parapetos de los guardias enloquecida, con las ropas y el pelo en llamas.
Corrió, dando alaridos, pidiendo auxilio. La ametralladora la derribó a unos
diez pasos de la choza.
También
su padre, Francisco Lago, quiso huir. Probablemente lo hubieran intentado
todos, pero los otros cinco debían estar heridos. Francisco no pudo andar tanto
trecho como su hija. Quedó muerto en el mismo agujero, al salir. Su cuerpo, que
fue doblándose bajo el fuego mecánico de la ametralladora, apareció
chamuscado, con quemaduras en las piernas y en la cabeza. La techumbre seguía
ardiendo y derrumbándose hacia adentro. Vigas, ramaje, caían en el interior
en llamas. Todavía sonaron algunos disparos dentro y cayeron varias granadas
más sobre la hoguera. Después, al olor de maderas quemadas sucedió el de la
carne. El humo era más denso y apelmazado. Habían cesado los lamentos y los
disparos. Cuatro hombres y una mujer ardían vivos bajo la hoguera: el Seisdedos, dos
hijos, una nuera y un yerno. El fuego iluminaba los alrededores. Todo había
terminado. La mayor parte de las fuerzas se iban aventurando ya a bajar. Del
cuerpo de la hija de Paco Lago salía humo. Seguían ardiendo sus ropas. Se
acercaron y comprobaron que había muerto.
Algunos
de los guardias se dedicaron a transportar tres cadáveres de otros tantos
campesinos a los que habían fusilado «para ahorrarse el cuidado de su
custodia», desde el lugar donde cayeron a la choza de Seisdedos.
Comenzaba a amanecer, sin sol, con la niebla de los amaneceres de Marruecos.
Dos guardias cogían un cadáver y lo transportaban dificultosamente, apoyando
los pies en la resbaladiza grava. A veces hubo que soltarle para no caer.
Volvían a recogerlo y bajaban. Y al lado de la choza lo lanzaban sobre la
cerca, como un fardo. Aparecen quemados, naturalmente, por el costado que
estaba hacia abajo en contacto con el fuego. Antes de terminar esa triste faena
aparecieron por la torrentera dos o tres vecinos curiosos o aterrorizados. Los
guardias los ahuyentaron a tiros.
Los
cinco de la familia de Seisdedos que quedaron bajo las brasas rompían
la tradición española. En Numancia murieron los celtíberos sobre las hogueras.
En Valladolid y Toledo, los herejes, también sobre ellas. El Seisdedos y los suyos murieron debajo. Claro
está que Roma pasó y los celtíberos del Duero siguen organizándose en fratrías
con nombres distintos, y que la Inquisición pasó y los herejes siguen e
imponen su ley. Y que visto así, en la Historia, los siglos son cortos. Esto
sin recordar que existe un sistema capaz de crear vida nueva con toda esta
sangre.
La
mayor parte de las fuerzas fue desfilando hacia el centro de la población.
Quedaron arriba algunos centinelas para que la gente del pueblo no se acercara.
Consumida la techumbre, las vigas y travesaños, la mesa de pino y las sillas,
los dos taburetes, las culatas de las escopetas, los jergones de paja y la poca
grasa de los cuerpos de los sitiados, el fuego fue apagándose. La choza
presentaba el aspecto de una fosa cuadrada, con restos humanos cubiertos de
ceniza. Las paredes de barro habían desaparecido en su mayor parte y quedaba
apenas señalada la base con un reborde que encuadraba los restos y las cenizas.
Los arcos finales de la cabecera y los pies de la cama sobresalían retorcidos.
Sobre
aquella fosa cayeron los cuerpos de los tres que fueron muertos fuera de la
choza. Rostros afilados por el hambre y por la muerte. Gestos dislocados con
brazos y piernas en extrañas actitudes. Allí quedaron esperando al juez de
instrucción.
Las tropas en la plaza. —La orden de ‘razziar’ la aldea.
Destruida
la choza, asesinado también con las esposas puestas Manuel Quijada y golpeada
bárbaramente su mujer, Encarnación Barberán, que quiso protestar, los guardias
bajaron en una columna disforme hacia la plaza y formaron en el centro. Más de
doscientos hombres. El cura preguntaba tímidamente si había que usar sus
servicios y preparaba un sermón para la primera ocasión en que hubiera que repartir
en la Iglesia “la limosna”. Los oficiales iban y venían con papeles. Después de
los disparos últimos contra un grupo de curiosos, todo el mundo había vuelto
temerosamente a sus casas, a sus albergues. La luz de las siete de la mañana
llegaba por la parte del mar, lívida y penetrante. El jefe paseaba ante la
doble fila de las fuerzas formadas. La humareda que seguía subiendo desde lo
alto de la colina, terciaba el cielo de la aldea con una faja negra. Ardían los
cuerpos desmedrados de los campesinos. Todas las viviendas de la aldea estaban
cerradas. Los jefes iban y venían con papeles. Uno dijo apresuradamente:
—Tengo órdenes rigurosas y concretas de
hacer un escarmiento.
Miró
el reloj y añadió:
—Doy media hora para hacer una razzia, sin contemplaciones.
Esta
orden no se limitaba expresamente a los sucesos de Casas Viejas, sino que se
había dado el día 11 con carácter general a todos los lugares donde se habían
producido desórdenes, como otras órdenes no menos bárbaras; las fuerzas
rompieron filas y se diseminaron en dirección a la torrentera, hacia las chozas
de los jornaleros. Un guardia preguntaba:
—¿Qué es una razzia?
Y
otro respondía, cerrando la recámara del fusil:
—Que hay que cargarse a María Santísima.
En
las calles no había un alma. Los campesinos permanecían con sus familias,
silenciosos, en las chozas. A la puerta de una de ellas lloraba el niño de once
años Salvador del Río Barberán. Llevaba en la mano un cartucho de fusil,
disparado. Los guardias le dijeron, riendo:
—Tira eso, muchacho, que no es un pastel.
Luego
empujaron la puerta. En el fondo, el viejo Antonio Barberán —el de la
chaqueta de rayadillo— yacía sobre un charco de sangre. El
muchacho lloraba y juraba que su abuelo no era anarquista. El guardia bisoño
subió calle arriba con los otros, conocedor ya de lo que era una razzia. Atrás quedó
el muchacho midiendo con los ojos la soledad de la calle. El pueblo había
enmudecido. Después de las ilusiones de la noche del día 11, todo volvía a su
viejo ser. Las tierras seguirían alambradas y cercadas «para nadie». El hambre
y la desesperación, el no hacer nada y la esperanza —como único
horizonte— de
que el cura los convocara, un día u otro —quizá mañana,
siempre ese “quizá”—, para darles un bono de una peseta canjeable por
sesenta céntimos de víveres; ese porvenir inmediato les aguardaba. No se veía
otra cosa en los meses que faltaban hasta la siega. Las hoces esperaban
clavadas en la paja de la techumbre. La ilusión de las cuarenta y ocho horas
anteriores los había vivificado. Nadie se acordó de comer ni de dormir.
Pero
la represión, la destrucción de la choza de Seisdedos, los
asesinatos de Francisca Lago y de su padre cuando intentaban huir con las ropas
ardiendo, todo aquel estruendo de bombas y fusilería al que estuvieron atentos
los campesinos desde sus camastros; el recuerdo de Manuel Quijada, esposado,
que caía bajo los culatazos de los guardias y era levantado a puntapiés para
morir, por fin, ametrallado frente a la choza; los asesinatos de otros tres
detenidos, muertos a bocajarro junto a las cercas; la muerte del septuagenario
Barberán al lado de la cama que acababa de abandonar, esos acontecimientos eran
conocidos rápidamente en todo el pueblo. Durante la noche, los campesinos
afiliados al Sindicato, que tenían armas, huyeron. El campo los acogería en la
noche fraternalmente. Por la tierra, por la superficie cultivable, todavía
virgen, habían intentado implantar el “comunismo libertario”. En la conquista
del campo empeñaban la vida. La habían dado ya muchos campesinos. Al campo
fueron a refugiarse. Entre los que quedaban en el pueblo apenas se podrían
contar dos o tres testigos de los sucesos y miembros del Sindicato. En la
aldea había teléfonos misteriosos que comunicaban con Madrid y con Cádiz
constantemente. Había papel para los atestados, sellos judiciales, casas donde
tomaban el desayuno los oficiales y los enviados del Gobierno —había llegado
uno, de Cádiz. Había la inseguridad de ofrecer la paz sin que la aceptara el
enemigo. La probabilidad de levantar los brazos inermes ante cuatro fusiles y
recibir, sin embargo, la descarga. Estaba a cada paso la tapia de los
fusilamientos. En el pueblo todo les podía ser hostil. En el campo, un obscuro
instinto les decía que todo habría de serles favorable.
El asesinato de Juan Silva González. —¿Cómo quiere que entre, si me voy a quemar?
Un
grupo de guardias de asalto, a los que acompañaba un guardia civil del
destacamento permanente de Casas Viejas, echó abajo la puerta de la choza de
Juan Silva González. Éste protestó, advirtiendo que les hubiera abierto
voluntariamente. Lo encañonaron y lo obligaron a salir con los brazos levantados.
El guardia civil les advirtió que era un campesino honrado y que daba su
palabra de que no había intervenido en los sucesos. Los de asalto, después de
una breve discusión, le dijeron que podía quedarse en su casa. Una mujer de la
familia atribuye lo que ocurrió después a las maneras un poco desenvueltas de
Juan cuando se dirigió a los guardias reconviniéndoles el haber echado la
puerta abajo.
Un
cuarto de hora más tarde regresaban los guardias de asalto solos, sin la
compañía del guardia civil. Volvieron a encañonarle:
—Salga afuera.
Su
mujer advirtió:
—¿No han oído ustedes al guardia civil que
no tenía culpa de nada?
—Sí —respondió uno
de asalto—. Es para una declaración. Salga a la calle.
Obedeció
y fueron con él en dirección a la choza de Seisdedos. Allí
había un oficial y otros guardias. Estos le ordenaron, señalándole las ruinas
humeantes de la choza:
—Entre usted ahí.
—Hombre —respondió Juan—, ¿cómo me
manda eso? ¿No ve que está ardiendo?
Un
poco más lejos de las ruinas yacía, todavía humeante, el cadáver de Francisca
Lago, sobrina suya. Juan, que ignoraba los pormenores de lo ocurrido por la
noche, no sabía qué hacer. Un guardia se impacientaba:
—Vamos, entre usted.
—¿Cómo quieren que entre —insistió—, si me voy a
quemar?
Pero
se acercó al fuego, y cuando se disponía a trasponer la cerca, los guardias
dispararon sobre él. Luego le apoyaron una pistola en la sien y le “volaron la
cabeza”, como decía una mujer que lo presenció, y a la que obligaron a
marcharse apuntándole con los fusiles y advirtiendo:
—Como vuelva la cabeza se va a encontrar
con un balazo.
En
la plaza estaba el delegado gubernativo. El teléfono seguía comunicando con
Cádiz y con Madrid. Las fuerzas de asalto se sentían asistidas en todo momento
por “razones superiores”. La defensa del régimen.
Cuando
cayó Juan Silva subían en cuerda de presos cuatro campesinos más.
Lo que dicen las madres de esos cuatro campesinos.
Preferimos
copiar de la declaración oficial que hicieron después, las mismas palabras de
las madres de Juan y Manuel García Benítez, Juan Grimaldi y José Toro. Son más
expresivas que todo lo que nosotros pudiéramos decir:
«Dolores Benítez. —De cuarenta y ocho años, casada, con siete
hijos. Rectifica este número: “Digo, cinco, que dos me los mataron”. Que sus
hijos Juan García, de veintidós años, y Manuel, de veintiuno, aquella noche
se acostaron juntos en la cama de su madre. Que a las doce de la noche, poco
más o menos, se levantó con su marido y se sentaron sin encender lumbre por
miedo a los tiros, que se oían constantemente.
Ya
de madrugada vio arder la choza de Seisdedos. Que
llamó a sus hijos mayores—los dos citados—, asustada,
para que le ayudaran a tener cuidado no se corriera el fuego por las demás
chozas hasta la suya. Que así estaban cuando, ya “día claro”, oyó mucho ruido
en la puerta y entraron varios guardias. Que dijeron:
—¡Que se levanten y salgan los hombres!
»Sus
hijos salieron —sigue diciendo
la madre—, y al verla llorar, el mayor le dijo que se
tranquilizara “porque el que nada hace nada temer”. Añade la declarante que se
llevaron a los dos y que ella les siguió; pero tuvo que volver, porque un
guardia le dijo:
—Si no vuelve usted p’atrás, le
soltamos una descarga.
»Que
se quedó cerca y oyó decir: “Con éstos ya hay bastante”. Oyó gritar a mucha
gente y muchos tiros, y después subió a la choza del Seisdedos y se los encontró “cadáveres, cruzaíto
el uno sobre el otro”. Que había “un reguero de sangre diforme que no había dónde poner los pies”.
Que el mayor tenía “volaíta la cabeza, y el otro ya no lo vio, porque al dolor
se le perdió el mundo de vista”.
»María Villanueva. —De setenta
años, casada; está presa de enorme emoción, fatigadísima. Dice: Que estaba con
su niño Juan Grimaldi, de treinta y tres años
(aclara: Para una madre siempre un hijo es un niño); que fue el que le mataron.
Que estaba en su casa, sobre las ocho de la mañana, y llegaron una multitud
de guardias de asalto, que entraron en su casa —la puerta
estaba abierta y su hijo “acabaíto de levantar”—, y dijeron:
“Hombres afuera”, saliendo el padre y el hijo con “los brazos contra el cielo”.
Que entró un guardia y con el cañón de la escopeta le volcó la cama, y, al
lamentarse, le dijo: “Busco a ver si hay escopeta”. “Aquí no hay na de eso”,
replicó ella. Que en la habitación del “lao” estaba su hija como muerta, y
ella se lo dijo al guardia. Frente a la puerta estaba el guardia civil de
Casas Viejas. Salvo. Que los de asalto, al ver a ella llorar y abrazarse a su
hijo, la quitaron, diciéndole “que no le iba a pasar nada; que era para
tomarle una declaración”. Que uno que había “con tres estrellitas en la gorra”
(el capitán) les dijo a unos guardias de arriba que tiraban: “No tirar, que hay
mujeres y niño aquí”. Que a su hijo se lo llevaron al mataero (esto dice la frase con todo su
realismo). Y allí se lo dejaron muerto. Que fue para allá, a verlo, y un
guardia la apuntó y amenazó con matarla. Que con su pena “cayó al suelo y de
allí la recogieron”. Que “toíto el pueblo sabe lo bueno que era su hijo, y lo
noble, que nunca se había metido en nada”.»
Y
veamos todavía otra declaración: la de María Toro.
«De
cuarenta años, viuda. Que a su único hijo, de veintitrés años, “se lo han
matao”. Que sobre las siete de la mañana fueron a su casa los guardias de
asalto, y a su hijo, “que estaba sentaíto en una silla, pues se acababa de levantar
y estaba malo”, le estaba ella haciendo una tacita de café. Que entraron los
guardias y se lo llevaron, y “aunque ella les lloraba y les enseñaba, como
prueba de que no se había metido en nada, su cama calentita, se lo llevaron,
tirándole todos los muebles por alto”. Le dijeron “que iban a tomarle
declaración”. Que como no volvía, se fue hacia la corraleta y vio a su hijo
muerto, con un boquete en la cabeza, y se llenó con su sangre las manos “pa
besarle el cuello”. Que han hecho una cosa muy mala con su hijo de su alma.»
Hay
una madre que no pudo declarar. El que declaró después fue el hijo. Los
guardias entraron en una choza donde no había hombres. Estaba sola una anciana,
llamada Joaquina Jiménez; los guardias preguntaron por “su hijo”, sin saber si
lo tenía. La mujer confesó que había huido al campo. Entonces apalearon a la
anciana, produciéndole tales heridas que falleció días después. A su hijo,
Francisco Jiménez, le llaman el Gitano.